Un día en Mónaco

La megafonía de la estación anuncia la inminente llegada de nuestro tren. Los primeros rayos de sol empiezan a colarse entre los edificios y la temperatura empieza a caldearse. Va a ser un buen día, anticipo de la incipiente primavera en la Costa Azul. Estamos en la estación de Riquier, en Niza (Francia), a la espera del tren que nos va a llevar a Mónaco.

Llega el tren y nos subimos en él. No hay mucha gente y pienso en que menuda suerte poder tener asiento de ventana y en la dirección de la marcha. La suerte se empaña un poco al ver lo sucio que está el cristal; los continuos túneles tampoco ayudan a mantener mucho más la ilusión. La suerte es un estado de ánimo, así que los pequeños momentos en los que se ve la línea de costa con un Mediterráneo en calma, aun desperezándose, me devuelven a mi placentera sensación de suerte.

Un paseo por Mónaco

Llegamos al segundo microestado más pequeño de Europa, tan solo por detrás de El Vaticano. Nada más bajar del tren se desvela ante nosotros el gran secreto de este país: si no tienes espacio en la superficie, tu solución pasa por excavar. La estación es enorme, pero claro, es subterránea.

A los pocos minutos de andar por la calle ya nos queda muy claro en qué liga juegan los habitantes de este país. No soy ningún entusiasta de los coches, de hecho justo me viene para reconocer las marcas más elitistas, pero al poco rato de estar en este país veo coches que tan solo había visto en algunos lugares como Emiratos Árabes Unidos; desde luego por las calles de España no hay nada parecido. La explicación es sencilla: según algunas estimaciones, una de cada tres personas que viven en Mónaco es, literalmente, millonaria. No deja de ser curioso que la gente venga a vivir a Mónaco para evitar pagar impuestos, y, en cambio, tiren el dinero en algo tan tonto como un coche.

Lo bueno de los microestados es que todo está cerca. En apenas unos minutos llegamos andando a la oficina de turismo. Aún está cerrada. Decidimos dar una vuelta por los Jardins de la Petite Afrique para esperar a que abran. Las distancias son tan cortas que, casi sin querer, llegamos a uno de los edificios más icónicos de Mónaco: el Casino de Monte-Carlo. Ni rastro de La Bella Otero, pero sí de Grace Kelly.

Abre la oficina de turismo. Me sorprende la poca información que hay, tan solo encontramos el típico mapa turístico y a una trabajadora bastante desmotivada que nos garabatea con desgana en el mapa alguna información poco útil. Menos mal que llevo preparada la visita y tengo en Google Maps todos los puntos que quiero visitar.

Monte-Carlo

Comenzamos nuestro paseo por Mónaco desde la oficina de turismo. Los primeros puntos ya los hemos visto: casino y hotel París. Existe la posibilidad de visitar el casino, pero entre que no nos interesa demasiado, que el precio nos parece excesivo —19 € por persona— y que el horario no nos encaja, seguimos caminando.

Siendo unas 50 veces más pequeño que Barcelona, y vendido a ese invento capitalista llamado lujo, Mónaco no guarda muchas joyas entre sus calles. Uno tiene que conformarse con visitar sitios «famosos», pero sin valor para la mayoría de gente. Un ejemplo de ello son sitios emblemáticos como la curva del hotel Loews o el túnel bajo ese mismo hotel. Atravesando el túnel me llama más la atención el cómo rompen las olas en los cimientos que el túnel en sí.

Salimos del túnel y nos encontramos por primera vez frente a frente con el país; bueno, realmente lo que vemos al fondo ya es Francia. La primera impresión es la de encontrarse en alguna localidad del tipo Benidorm: edificios altos de arquitectura de mediados del siglo pasado.

La Condamine

Abandonamos el barrio de Monte-Carlo y entramos en el de La Condamine. Este barrio es famoso por albergar tanto la salida como la llegada del circuito urbano del Gran Premio de Mónaco.

El puerto —Port Hercule— constituye gran parte del barrio, pero no nos dice nada; al menos logramos sacarle una visita gratuita a unos baños públicos. Al adentrarnos en las calles de La Condamine la cosa cambia un poco. No sabemos muy bien si es por ser sábado por la mañana en temporada baja, pero el caso es que las calles están muy tranquilas y es agradable pasear por ellas. Callejeando, vamos en busca del mercado. Las calles por las que caminamos, sin llegar a ser nada especial, al menos se sacuden la tontería millonaria que se respira en el puerto.

Llegamos al mercado. Tampoco es nada especial, aunque parece que aquí es donde se esconde la gente en los días de fiesta. La place d’armes es un hervidero de gente. La imagen es agradable: bajo la Rocher de Monaco —lugar originario de Mónaco dónde se encuentra el barrio de Monaco-Ville— y un cielo azul, los puestos de frutas y verduras del mercado se juntan con las terrazas de las cafeterías y heladerías de la plaza. Decidimos hacer un alto en el camino, tomarnos un café en una de las terrazas y observar la vida monegasca. A poco rato de estar uno observando, vuelve a oler ese tufillo del dinero en cosas tan sutiles como niños y niñas repeinados, acompañados por adultos —mujeres— de origen asiático, es decir, niños de ricos con sus nanis pobres.

Ya son varios miles de pasos dados, y el hambre empieza a apretar. Decidimos hacer un pícnic improvisado aprovechando unos bancos junto a la plaza y el buen tiempo.

Monaco-Ville

Continuamos nuestro paseo en dirección al último barrio que vamos a visitar: Monaco-Ville. No hace falta mucho mapa para saber la dirección, el reguero de gente subiendo hacia la Rocher de Monaco no deja lugar a las dudas.

Monaco-Ville es el barrio originario del país desde que el  8 de enero de 1297 Francisco Grimaldi, disfrazado de fraile franciscano, asaltara la fortaleza de Mónaco. Teniendo en cuenta la relevancia histórica del lugar, a nadie le sorprenderá que en Monaco-Ville se encuentren los sitios más históricos del país.

La subida hasta la Rocher de Monaco es ligeramente exigente; lo bueno es que uno siempre tiene la excusa de tomar una fotografía de las impresionantes vistas para descansar un momento. Las escaleras terminan —más de uno se alegra— y nos recibe, como no, una estatua de Francisco Grimaldi. Sabiendo la importancia de este hombre en la historia de Mónaco, y que nadie se molesta ni en mirar la estatua, parece que a los turistas no les importa mucho la historia; eso, o que un viejo fraile no vende en Instagram.

No me hace falta mucho tiempo para entender que, de lejos, este va a ser el barrio que más me va a gustar del país. Tiene un aire histórico que me atrae enseguida. El barrio no es muy grande, así que nos lanzamos a recorrer casi todas sus calles.

Aunque el Palais princier —palacio donde estaba la fortaleza que conquistó Francisco Grimaldi, y actual residencia del príncipe Alberto II— es tal vez el edificio más fotografiado de la zona. A mí son las calles del barrio las que me atraen. Desde el palacio uno va andando por sus calles y se va encontrándose rincones que, sin ser nada del otro mundo, tienen un algo que no sabría explicar.

Paso a paso, llegamos hasta la catedral de Mónaco. Como buenos europeos que somos, estamos más que acostumbrados a ver catedrales; de hecho, en mi ciudad natal hay dos, una al lado de la otra. Además, para más inri, la catedral de Nuestra Señora Inmaculada es demasiado nueva para nuestros «estándares», apenas tiene un siglo. Lo más destacado de esta catedral es que en su interior se encuentran las tumbas de los miembros de la dinastía Grimaldi.

Salimos de la catedral en dirección al museo Oceanográfico de Mónaco. No llegamos hasta él. Los cantos de sirena de las calles del Monaco-Ville nos atraen de nuevo y nos desviamos para volver a entrar al corazón del barrio. No visitamos el museo, pero acabamos tomando chocolate caliente en la Chocolaterie de Monaco, proveedor oficial de chocolate de la casa real monegasca. El chocolate es algo caro, pero tengo que reconocer que tiene un sabor especial. La chocolatería en sí tampoco tiene desperdicio, y cubre con creces el extra en el precio del chocolate.

El día va llegando a su fin. Deshacemos nuestros pasos y bajamos de nuevo a La Condamine. El secreto que hemos descubierto por la mañana nada más llegar a Mónaco nos ahorra tener que subir hasta la estación: existe un ascensor que nos lleva hasta una cinta transportadora subterránea como la de los aeropuertos y, sin darnos cuenta, nos plantamos directamente en el andén de la estación.

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